Había una vez una librería en un sótano a la que se accedía por una escalera de caracol. Un día, muchos niños y niñas bajaron los peldaños de esa escalera, y a algunos tuvieron que ayudarles los adultos que los acompañaban. En un rincón de la librería había una mesa redonda, y unas sillas, y tenían la altura perfecta para que niños y niñas se sentaran a leer los libros que había por todos los sitios. Muy cerca de allí, sobre una mesa más alta, no apta para todas las estaturas, había muchas lunas, como si estuvieran en el cielo. Las lunas eran, en realidad, dibujos en la cubierta de un libro. Las lunas brillaban. Las letras grandes también: Dora soñadora.
Al lado de esa montaña de libros de Dora soñadora se abría una puerta sin puertas, una entrada a una sala grande, como de un cine o un teatro. Había sillas para adultos. Y un espacio libre, alfombrado, sin sillas, que invitaba a sentarse. Delante de ese lugar libre, un pequeño escenario, no más alto de dos palmos de manos de niña o de niño. Y, en medio, una enorme caja de madera pintada, con la tapa levantada y unas letras dibujadas como si fueran ramas de árboles y hojas. Niños y niñas se sentaron delante de la caja, a esperar. La espera de los niños también forma parte del juego. La de los adultos es nerviosa, apremiante, con sensación de pérdida. Por eso, en vez de jugar, algunos adultos leyeron las palabras de la caja: Artelera (como Cartelera, pero sin la "c"), érase que se era (así mismo, precisamente así, comenzaban los cuentos antiguos...). Algo iba a pasar. Y pasó.
Patricia Delso, la joven e ilusionante editora de Marboré, que parecía una de las buenas hadas convocada a una fiesta de cuento en un palacio de cuento, anunció la presencia de Isamar Boirabruixa (¿se dice así? ¡es cómo una palabra mágica!). Desde detrás de una columna apareció entonces una mujer muy joven y risueña, con largas melenas y rastas en el pelo, toda vestida de negro. Pintado de blanco, desde su hombro parecía descender por su ropa un enorme gato blanco. Un gato fantasma, o una gata hada. Lo que fuera a pasar tendría que ver con animales, y más concretamente, con gatos. O con gatas.
Su brazo y su mano izquierdos se convirtieron de repente ¡en una preciosa y delgada gatita naranja con rayas blancas! La voz de Isamar cayó sobre los niños y las niñas como un hechizo de brillantes sílabas, y el cuento comenzó a contarse: Dora es un nombre de niña, ¿verdad? Y detrás de ese nombre hay una niña, una niña de piel morena y divertido peinado, la protagonista de nuestro cuento, un cuento que tiene otra protagonista, y se llama Fada... Niños y niñas hablaban, aportaban sus ideas al cuento, ¿por qué no llamar a los bomberos?, a las madres no, no parece que haya que contar con las madres para ayudar en aventuras infantiles... Y acunado por ese armónico conjunto de voces, la de la narradora y las de los narradores sentados en el suelo, el cuento, al fin, terminó.
¿Que para qué estaba allí la enorme caja? Ah, claro, ¡se me había olvidado! En medio del cuento, empezaron a salir pequeños ruidos provenientes de la caja. Isamar fue a ver qué pasaba allí detrás. Introdujo su mano libre... y un pequeño perro melenudo y despeinado se puso a bailar claqué sobre la madera de la tapa. ¿Su nombre, el del perro? Pito. Las risas dieron la bienvenida a la marioneta.
El cuento se había contado, sí, ¿pero quién lo había escrito, quién dibujado? Vino entonces un señor con barbas, vestido con una camisa de muchos colores, y, después de saludar dando las manos a niños y niñas e ignorando descaradamente a la audiencia adulta, contó otro cuento, el cuento del cuento.
La historia de un niño que soñó con ser juglar. Pero en nuestro tiempo no había lugar para los juglares, porque los juglares viven del tiempo perdido, como los niños, y en la sociedad de hoy no hay tiempo para perderlo escuchando las historias de los juglares callejeros, no hay tiempo para perderlo imaginando personajes y aventuras, no hay tiempo para perderlo riendo y llorando sin motivo... Entonces aquel niño que no pudo ser juglar descubrió que lo que soñaba cada noche eran las ilustraciones de lo que había vivido durante el día, y que en realidad todos dibujamos nuestras propias historias cuando dormimos, así que, ni corto ni perezoso decidió traducir con palabras y dibujos aquellos sueños de niño, y así fue convirtiendo vidas en libros. Y esto sí que es algo mágico y misterioso, y por eso, no puede ni contarse.
(Y hasta el duende guardó el secreto)